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Hacia la luz (I)

Hacia la luz

Hacia la luz

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Hacia la luz

(Parte 1)

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El impacto fue parecido al de un piano cayendo desde un Boeing 747 en mitad de la Cibeles. Pero a mi alrededor habían 4 paredes y un techo. Y físicamente estaba de una pieza, al menos mi cascarón. El médico me aseguró que no sufriría, pero un leve tic en su sonrisa me dio a entender que estaba mintiendo. «Martín, aunque no podamos curarte, haremos que tu vida durante estos últimos seis meses sea llevadera, y sobretodo real. La medicación no te afectará en tu ritmo diario y podrás hacer vida normal». Pero nada de lo que ocurre en el momento en el que te dan una noticia así, sigue siendo normal. Nada vuelve a serlo.

Me llamo Martín Figueroa, tengo 34 años, estoy casado y no tengo hijos. Trabajo como auditor y me quedan seis meses de vida.

Esta es mi historia y quiero compartirla antes de morir.

***

Cuando salí de la consulta, lo primero en lo que pensé fue en arreglar todo el papeleo para que mi pareja, Laura, lo tuviese todo solucionado. Pensé también en pagar ese par de multas de aparcamiento que tenía pendientes desde hacía algún tiempo. Cancelé todas las cuentas menos la que tenía con mi mujer y abrí otra nueva, donde ingresé todo mi dinero. Cuando acabé todas las gestiones y organicé los papeles de las aseguradoras, me di cuenta que mi estómago me reclamaba gasolina. Eran casi las tres de la tarde.

Llegué a casa y Laura todavía estaba en el trabajo. Me serví unas acelgas y me senté. Estuve mirándome el plato unos segundos, que seguramente fueran minutos, y cuando engullí la primera patata hervida, rompí a llorar. Llorar de forma desconsolada.

Y poco después de que mi llanto disminuyera, el teléfono sonó. Era el doctor. Me comentó algo sobre un programa especial llamado «sonríe», dijo que no me alargaría la vida pero que haría que la enfermedad fuera más llevadera. También me preguntó si ya lo había comunicado a mis familiares y le respondí que no, y que por el momento no quería que supiesen nada.

Serían las cinco de la tarde cuando me dirigí de nuevo a la clínica presto a aceptar cualquier medida alternativa que me permitiera paliar un poco mi futuro sufrimiento. Cuando llegué, el doctor tenía una sonrisa de oreja a oreja y se había quitado la bata. Supuse que quería tranquilizarme, sacarme la presión de la relación doctor-enfermo.

No lo consiguió.

Entonces empezó a detallarme ése programa especial. Se me facilitarían unas comodidades especiales, una casa en las afueras de la ciudad, un sueldo elevado sin necesidad de trabajar y además podría realizar dos viajes cada mes con todos los gastos pagados.

No me convenció. ¿Por qué cambiar mi vida? Mi cara debió reflejar mi poco entusiasmo porque el doctor añadió que además, las mejores medicinas estarían a mi alcance.

Siempre había tenido una relación muy estrecha con el dolor, y había conseguido superarlo sin que nadie a mi alrededor se diera cuenta. Lo que más miedo me daba era el posible sufrimiento que acabaría por contagiar a mi círculo de amigos y familia. Así que tomé una decisión; acepté. Si de esa forma podría costearme una medicación que me hiciera sufrir menos, lo haría. Además podría alegar ante mi familia y amigos que tenía trabajo acumulado y mientras tanto buscar ayuda sanitaria y nadie tenía porque enterarse. Me juré que aprovecharía esos viajes.

Llegué a casa y mi mujer me esperaba sentada en el sofá, mirando la televisión. Le di un beso e intenté actuar de forma habitual. Cené un poco y nos acostamos.

Al día siguiente organicé una cena con unos amigos. Tenía ganas de que me vieran sano y fuerte, como siempre había sido. Seguramente en unos meses la enfermedad me habría consumido lo suficiente como para no poder disimular.

Y así fueron pasando los días. Recibí el primer ingreso del plan «sonríe» (yo le hubiera añadido al nombre «mientras puedas»). Siempre pensé que deberían haber ahorcado al que bautizó este proyecto para moribundos con ese título. El dinero lo ingresé en la cuenta que creé al margen de mi mujer. Ella era la única que figuraba en el testamento como heredera de la cuenta.

Al cabo de dos días de cobrar mi médico llamó para ver cómo me iba, y le conté que todavía no sentía dolor, que todo iba bien. Preguntó también que si me había gustado la casa y que en qué había estado gastando el dinero. Me sinceré y le dije que había continuado con mi vida de forma rutinaria. Pareció extrañado y colgó poco después, cuando el silencio se hizo demasiado tenso. Por mi parte, continué leyendo el periódico.

Esa noche ocurrió algo completamente inesperado. Laura no regresó a casa después de trabajar. Tras llamarla varias veces y no recibir respuesta empecé a sudar. La había notado más distante últimamente, aunque pensaba que eran imaginaciones mías. Antes de llamar a la policía registré la casa. Efectivamente el armario y sus cajones estaban vacíos.

Se había ido.

Encontré la nota en la nevera. En ella describía varios motivos por los que no podía continuar conmigo. Ninguno tenía el suficiente peso como para que yo fuera capaz de entender el porqué. Llamé a su hermana pero no me respondió. Así que reaccioné de la única forma que se me ocurrió: largándome.

Cogí mi ordenador portátil y cuatro papeles y me dirigí a la casa que el programa médico me había proporcionado.

***

Y ahí estaba ella, deshaciendo la maleta en casa de su hermana, con una sonrisa en los labios.

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Fin de la primera parte.

Para leer la segunda parte, clickad aquí

Carles Rubio Arias.

5 comentarios en «Hacia la luz (I)»

  1. Estoy con Dani!!! Tendremos que esperar a mañana, no? Creo que no hay privilegio de leerla antes,… jejejje!!!!!

    Soy partidaria de como has encabezado el cuento, un gallifante pa ti!!!

    Besicos titi!!!

    Jess

  2. Carles,
    Molt bona la primera part i vaig a per la segona…..
    M’agradaria proposar-te un repte literari… em dona igual el tema, però vull riure i molt… a veure de que et capaç… segur que no ens decepciones.
    Moltes gràcies… Petonets

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